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Egan Bernal vive el Giro de Italia en trance

El colombiano, líder de la ‘corsa rosa’, recuerda lo mal que lo pasó en 2020, cuando llegó a dudar de su capacidad para volver al gran nivel

Dos grajos negros negros, de película, graznan en el valle hermoso y oscuro de Cortina d’Ampezzo posados sobre los cables de un telesilla. Las nubes bajas siguen ocultando los montes pálidos, que, se supone, cercan la ciudad.


El Giro abandona los lugares hacia el valle de Fassa por la gran carretera de los Dolomitas, Falzarego, Pordoi, bajo tormentas de agua y algo de nieve. Por la tarde brilla el sol. Segundo martes de descanso. Los graznidos agoreros, el nevermore que chillan roncos los cuervos, seguramente atormentaron un tiempo los sueños de Egan Bernal, pero nunca más.


Egan de rosa, vive el Giro en trance, y olvida. Quizás atruenen estos días la cabeza enloquecida de Remco Evenepoel, en el conflicto de emociones y memoria, ya a los 21 años, en que ha devenido la primera grande del nuevo Merckx. Pero seguro que ni rozan ni asustan lo más mínimo los tímpanos de Damiano Caruso, el segundo de la general, el gregario siciliano en estado de gracia que da a la carrera rosa su necesario toque costumbrista, o neorrealista, que dicen los italianos.


Tres historias que definen un Giro al que le quedan cinco días, tres de alta montaña –miércoles, Sega di Ala; viernes, Alpe di Mera, sobre el Lago Mayor, pero sin el previsto paso por el Mottarone, el puerto de primera en el que el domingo se produjo la tragedia el teleférico, y anulado por esa razón, y sábado, con final en Alpe Motta y paso por los gigantes suizos San Bernardino y Splügenpass--, un sprint –jueves—y la contrarreloj final de Milán hasta el Duomo, que luce rosa como la maglia que le devolvió la esperanza a Egan.


“Estoy de vuelta”, le dice el colombiano al periodista Juan Charro en un Instagram Live a medianoche ya del lunes, el día que ganó de rosa en Cortina la etapa de los Dolomitas. “Después de ganar el Tour pasé un año muy malo, con problemas tanto físicos como psicológicos. Me tuve que retirar del Tour con dolores tremendos de espalda que no acaban de abandonarme y después de haber pasado una etapa en la grupeta, lo que fue una experiencia durísima”.


El Tour que no pudo terminar Egan fue el de la pelea eslovena, el del dominio de Primoz Roglic, el del triunfo de Tadej Pogacar, tan niño, 21 años, que le robó al colombiano el honor de ser el más joven ganador del Tour desde hacía más de 100 años.


“Este invierno empecé a dudar de mí mismo. ¿Será que ya no voy a progresar más? ¿Será que ya he llegado a mi cien por cien?”, dice el niño maravilla de Zipaquirá, que acaba de cumplir los 24 y que, tras proclamar su gran regreso confiesa sentirse “en trance”, otra forma de denominar un estado de gracia que le ha permitido aniquilar, uno a uno, casi en combate singular a cuantos rivales se han plantado ante él golpeando el tambor de la rebelión, a Remco, a Vlasov, a Yates, a Carthy.


Solo le falta, para sentirse total, pelear y derrotar a los eslovenos, que asombran. “Pero no será este Tour”, advierte Egan. “Voy a acabar muy cansado del Giro y para preparar el Tour necesitaría forzar mucho y poner otra vez en peligro mi espalda. Al Tour solo se puede ir al cien por cien. Tampoco creo que haga Juegos. La segunda parte de la temporada seguramente la centre en la Vuelta”.


Y allí, en España, se encontraría a Pogacar, pero no a Remco Evenepoel, cuya actuación, las penurias que ha sufrido en los caminos de tierra de Montalcino, en el Giau y su cumbre a 2.233 metros convertida en un pasillo con paredes de hielo, es objeto de análisis variadísimos que coinciden en un día, el 15 de agosto de 2020, y en una caída por un puente en Lombardía. De las heridas físicas se recuperó, dicen todos.


Para curar las mentales, el shock postraumático, el miedo a los descensos, a marchar en el pelotón, a la soledad en los caminos de tierra, solo necesita tiempo, piensan en su equipo y piensa él, que busca cómo regresar al trance en el que todo fluye y el cuerpo se abandona.


Patrick Lefévère, el patrón de su Deceuninck, admite que quizás fue excesivo hacer que el Giro fuera la primera competición de su potrillo en ocho meses, y también que quizás fue un error no pelear por la maglia rosa en los primeros días, cuando la tenía a tiro de segundos, pensando en no cargar al equipo con la responsabilidad tan pronto. “Y con Remco de rosa ya habría un buen recuerdo del Giro”, dice Lefévère, quien añade que otro problema es que su corredor no está acostumbrado a perder porque nunca ha perdido. “Su ego ha quedado muy tocado”.


Mientras los responsables del equipo piensan si no sería bueno retirarlo de la carrera y ahorrarle penalidades en las montañas que quedan, el ciclista no piensa en otra cosa que en llegar a Milán y allí ganar la contrarreloj final, la victoria de la esperanza.


Para Caruso, mantener el segundo puesto o acabar en el podio sería la victoria de la vida. Es gregario de oficio e hijo de policía –su padre formaba parte de la escolta del juez Falcone, asesinado por la mafia en Palermo--, amante de Andrea Camilleri y de su comisario Salvo Montalbano, y el ciclista de Punta Secca, Ragusa, apodado El Águila de los Ibleos (los montes de su tierra), se presenta a veces con un “Caruso sono…”, como su héroe. Trabajó para otro siciliano, Vincenzo Nibali, y para Mikel Landa, que dejó el Giro roto.


Nunca ha oído un grajo cantarle un nevermore porque nunca ha tenido una ambición desmedida. Y, milagro del Giro, la magia rosa, que no la maglia, a los 33 años, por fin, es dueño de su historia. “Lo único que hago”, dice, “es correr para mí mismo”.

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